miércoles, 6 de septiembre de 2017


 2 Molles y vilca





“Loma Quemada” fundo en el “Alto de la Villa” encuadrados por paredes de piedra y barro, molles, sauces e higueras, los terrenos, que eran cuidadosamente cultivados por don Ricardo Chaparro casado con doña Manuela Nogal, mujer noble y sencilla, de pecho pletórico, de bondad y amor. La casa recostada en el camino, de terrosas paredes, como visera una ramada de cañas daba morada a la naciente familia. El guardián un esquelético perro, se sostenía en hambre y pulgas. A doña Manuela Nogal se le cayó la vida en el pozo negro de la muerte, al nacer su primer hijo, dejando a su Ricardo acompañado de un pedacito de carne palpitante, su hijo, enorme dolor y un vacío espiritual de penas. A su primogénito lo llamó Abel. El duelo negra ave depresiva cruzó rápidamente el cielo nublado de Ricardo y se perdió en el horizonte de esperanza al conocer a Gumercinda Salvatierra. A Abel padre y madrastra lo criaron bajo el fantasma de la amenaza, el verdugo del látigo, el dolor de las privaciones y el grillete del hambre, Cada travesura de inocente niño estaba sentenciado por el código cruel de la madrastra. Así vivió 11 años entre zurras, hambre, privaciones y pobreza. Abel de naturaleza recia y rebelde como las plantas de yaros que crecían en la quebrada resistía impávido momentáneamente. El sol lanzaba sus rayos candentes dorando el valle, en esos días de quietud y estío de Moquegua. Abel con su fiel compañero siempre el hambre, salió a buscar alimento con una honda en la mano y desdichas en los bolsillos, se fue a casar torcacitas, entre las rubias y ondeantes cabelleras de trigales, como trofeo de caza obtuvo cinco torcacitas. Con palos secos de molle, melancolía y necesidad atizó el improvisado fogón, donde en una lata asaba las torcazas, las avecillas asadas eran manjar y banquete cuyo sabor solo le duró unos instantes, pues una traviesa chispa haciéndole una mala jugada a Abel saltó hacia la rubia paja de trigo y se produjo un incendio, Abel desesperadamente trató de apagar el fuego, pero fue en vano su esfuerzo. Se apoderó de su ser la angustia y el llanto nubló sus ojos. Su mente de niño se iluminó con la idea de fugarse, corrió hacia la casa, cogió una talega donde puso unos destartalados zapatos, un tacho de hojalata para agua, unos pantalones rotos y dos monedas de plata de nueve décimos de su padre que ahorró y escondía enterrados en la pata de la cama. Con la talega al hombro, llena de harapos y nostálgicos recuerdos y temores, le pesaba más, aumentaba la carga al pesar de su alma, así partió acompañado por sentimientos, esperanzas, ilusiones e incertidumbres. Con pasos dubitativos llegó a las vías del tren al verlas dijo para sí: “por acá llegaré a Ilo”. La noche bruja de negro vestido salpicado de lentejuelas de estrellas, botones de luceros, le trajo de regalo miedo y frío, pero Abel aferrado a sus pies prosiguió su caminata. Sin saber cuando ni donde, el sueño lo abrigó con sus manos de descanso. El trinar de los pájaros, la brisa con su llanto el rocío de alborada lo acariciaron despertándolo al final del valle de Moquegua en el fundo de  “El Pacay”. Llenó el tacho con agua, emprendió otra vez su rumbo entre durmiente y durmiente, había trancos, había distancia que crecía como su destino sin Norte. Contaba primero los durmientes pero eran tantos que en “Laderas” le parecían infinitos. El sol caldeaba la cabeza de Abel al medio día, encendiendo el fuego de ideas pesimistas, llevándolo al borde del delirio, pero se fue apagando al ver de lejos la estación de Hospicio, lugar de encuentro de los trenes y de aprovisionamiento de agua para el caldero. Llegó a la estación, construcción de madera con techo de calamina, una oficina y un salón de pasajeros, un telégrafo vocero del  acontecer ferroviario, Allá descansó y se aprovisionó de agua. Prosiguió con más vigor su marcha. El sol se cayó del cielo en el poniente por las lomas de Ilo, allá durmió enterrándose en la arena, la que fue su granítica frazada, almohada y Ángel de la Guarda, aunque para su frío interior no tuvo cobijas durante el resto de su vida. Un olor diferente lo despertó aquel día el olor a mar. La mañana joven lo vio en la entrada de Ilo, hora de gran actividad portuaria. Los pies lo llevaban apenas, doloridos por las ampollas, pero se olvidó de todo al contemplar la inmensidad  del océano. El pueblo recorrido por calles recostadas en la orilla del mar con casas de madera con techos de calamina con miradores exteriores. Se dirigió hacia el muelle donde de cerca vio las olas acariciar la playa y el ruido del mar le parecía que le hablaba adivinándole su futuro. La espuma de las olas le dijo de lo efímera y hermosa que puede ser la vida. La arena fiel y fresca de la playa recién maquillada al sol, cuantas conchas misteriosas que se daban la mano con las algas. Peñas erguidas, morenos senos con pezones blancos acariciados por las olas y arañados por aves marinas y allá en el horizonte el manto infinito verde del océano, Pájaros marinos trazos voladores en el limpio cielo dibujaban invisibles letras. Tal vez averiguan su suerte. Abel al contemplar la glorieta pensó en una sombrilla de las grandes señoras colgada al sol, con tela estampada con vuelos de alcatraces y gaviotas. Los  pasamanos suspendidos por rayos del sol  de la tarde. La escalera, el brazo de la glorieta que tanteaba la temperatura del agua. Allí Abel permaneció exhorto. Descabalgó de sus ilusiones cuando el estómago le habló con dolor pidiendo comida. En la playa cercana vio un grupo de gente. Fue hacia ellos. Eran pescadores remendando redes. Un pescador llamado Gilberto le dijo:
-¿De donde vienes?- ¿ nunca te he visto por acá?
- Ahorita nomás he llegado de Moquegua ¿Le puedo ayudar? Tengo mucha hambre.
- Ven te enseño a remendar las redes trabajas y tendrás comida. - Los días pasaron. Abel aprendió. El trabajo que le dio comida. Siempre contemplaba las olas, le parecían gigantes lenguas que lamían el helado de la playa. Un día hubo más bullicio que de costumbre. En mar adentro vio un enorme barco. Era una pequeña ciudad con chimenea. Abel pregunta a Gilberto:
- ¿A donde va ese barco?  
- Va a Iquique, al Sur, dicen que allá hay plata en las minas de salitre.
- Quisiera irme para allá.
-Muchacho palomilla, si me prometes no decir nada a nadie te ayudo.
- A nadie le contaré nada don Gilberto.
- Esta noche tiene que ser, mañana zarpa el barco.- En la noche el chapoteo de los remos se confundía con el oleaje, pescador y muchacho vieron danzar los escasos brillos de la luz en el agua al compás de las olas, las sombras extendieron sus brazos para ocultarlos.
Sigilosamente Abel abordó el barco. Al día siguiente un grito:
-¡Polizonte a bordo! - Lo despertó cuando era bruscamente levantado de un brazo por un marinero. Abel asustado miró a su alrededor y solo vio una alfombra verde del océano. El capitán del barco dijo:
- Lleven a este pilluelo que ayude a echar carbón a la caldera, lo entregaremos a las autoridades de Iquique. - Melquiades el maquinista lo vio con ojos de piedad. Abel la devolvió con otra implorante de ojos pardos. Expresó Melquiades:
 - No te preocupes yo te voy a ayudar. El ruido de la cadena del ancla sonó con  un ruido ensordecedor en las costas de Iquique. Melquiades se dirigió al muchacho
- Hoy vendrá un tal Joaquín, el te llevará a tierra tu tienes que obedecerle en todo sino lo haces la pagarás caro. - Así llegó Abel a trabajar en las minas salitreras. Lo que ganaba tenía que entregarle a Joaquín. Así vivió con otra talega esta vez llena de pesares sinsabores y amarguras. El tiempo se le detuvo. El amor a su patria crecía abonado por aquel duro salitre, también se inyectó el recuerdo a su terruño que se convirtió en patriotismo peruano. Llegó arañando los años por la ladera de la vida al los 19. Adquirió la forma de hablar Chilena, pero su sangre roja y su alma blanca pertenecían al Perú.
Lo reclutaron los militares chilenos para servir al ejército de Chile. Trasladado a Arica, de acá a Tacna al cuartel Rancagua. Después del corte de pelo a coco y del rigor de los meses de recluta, pues para Abel fueron peores, siendo indocumentado sospechaban que era peruano. Como soldado vio y vivió las hostilidades que le ejército chileno hacía a sus compatriotas peruanos. Matar reses de propiedad de los peruanos para la tropa, cosechar sin pagar, saquear mercadería con el pretexto de alimentar a la tropa y violar mujeres sin que puedan a nadie reclamar, matar y maltratar a los habitantes de Tacna, finalidad aburrirlos para que dejen Tacna o que opten por la nacionalidad chilena. Abel impotente mordía injusticias. Un día salió en misión hacia una hacienda de Pocollay y vio bajo una vilca una joven alta vestida con larga falda blanca y blusa celeste su pelo negro pintaba más su hermoso rostro, en el cual brillaba una sonrisa, la que se apagó al ser descubierta. Trató de huir pero Abel le dijo:
- No se asuste señorita no le haré ningún daño - Al aproximarse pudo ver el rubor de sus mejillas de su piel hermosa y suave como el musgo del borde del arroyo donde crecía una vilca, negras mariposas de noche eran sus ojos.
- Me llamo Abel ¿Usted como se llama?.
- Mi nombre es Alejandra pero no quiero hablar con soldados chilenos.
- Yo llevo uniforme de chileno pero soy peruano nacido en Moquegua.
 Así saltó la chispa de la amistad luego fue romance. Días van días vienen y no se detienen, hasta que uno de ellos Abel salió con el cabo Rigoberto a una misión en Pocollay. Al estar caminando vieron a Alejandra bajo las parras, Rigoberto dijo:
Vamos a arrastrar a esta chola peruana- Abel se opuso y se armó una discusión entre soldado y cabo. Rigoberto exclamó:
- Tú eres otro cholo peruano igual de cobarde que todos - Abel indignado sacó un cuchillo, el cabo su bayoneta. Corrió primero luego lo encaró. Llegó Don Manuel el padre de Alejandra y vio la pelea, trató de separarlos, también Ricardo un peón de la chacra de don Manuel. La pelea continuaba Abel recibió un corte en un brazo el cabo una puñalada en la pierna Gritos de Alejandra Tironeos de Ricardo Eran un ovillo de dos hombres en el suelo Se levanta el cabo Rigoberto Abel queda tendido Rigoberto camina unos pasos y cae sangrando por la boca y con el pecho ensangrentado Abel respira jadeante  . Alejandra petrificada Don Manuel asustado Ricardo con los ojos desorbitados al fin alguien preguntó
- ¿Por qué pelearon? Abel respondió:
- Me insultaron a mí y a mi patria.
Don Manuel expresó - mi hija Alejandra me a contado de ti
 - Abel tienes que huir pues seguro que te matarán si regresas al ejército.
- Primero enterraré a este infeliz.
Nosotros te ayudaremos así entre todos llevaron el cuerpo del cabo tras de una pared cavaron una fosa y allá los sepultaron

Abel agradeció a todos y prometió a Alejandra regresar algún día por ella y emprendió el viaje a pie hacia Moquegua. De noche una sombra más en la pampa de La Alianza, solo lo acompañaban las estrellas y le alentaban los luceros. En cada paso que daba se quedaba el amor de su vida, e iba ganando amor a su patria el Perú. Las siempre vivas de la pampa lo vieron pasar, sigiloso y alerta. Llegó al valle de Sama. Atravesó el río y durmió entre unos matorrales. Acicateado por tábanos y mosquitos prosiguió hasta llegar a Locumba, donde juró ante el Cristo nunca olvidar a Alejandra. Una tarde llegó a Moquegua. La Loma Quemada le pareció un sueño. Apenas su padre lo reconoció pues la había creído muerto ya solo y sin el amor de su padre, se presentó al batallón Húsares de Junín donde sirvió a su patria con mucho orgullo. Cuando Tacna en heroica decisión regresó al suelo patrio, Abel regresó a Tacna, no encontró a Alejandra ni su familia  Nadie le daba razón de ellos. Retornó a Moquegua solitario, derrotado, contrajo matrimonio con una mujer muy parecida a Alejandra por la ley de la vida más que por amor. Murió su esposa dejándole dos brotes de su marchito tronco. No volvió a encontrar aquel amor que dejó bajo las vilcas de Tacna. Con la vejez a cuesta quedaron sus hijos a la mitad de su vida. Se marchitó por falta de agua de amor. Era un molle chueco más de las quebradas sedientas de Moquegua. La mirada se le volaba hacia el sur. Arrastraba la vida  la muerte le pesaba cada día mas. Al morir por última vez abandonó la pobreza de sus huesos y se llevó el tesoro de su alma. Una tarde fría vieron pasar un ataúd de miseria, hecho con cajones de frutas cargado en un burro. La tarde ayudó a cavar la fosa y fue la única que vistió de luto alguien hizo una cruz de unos palos allí la plantaron. Dos palos nadie supo de donde salieron; era uno de vilca el otro de molle. Así en comunión entre el destino vida y muerte los unió con dos ramas en común en la cruz, la vilca de Tacna y el molle de Loma Quemada de Moquegua. 

1 comentario:

  1. Felicitaciones por la página Lucho. Me gustaron tus relatos. Solo los podía hacer alguien como tú, que quieres tanto a Moquegua.

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