domingo, 24 de septiembre de 2017
septiembre 24, 2017
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miércoles, 13 de septiembre de 2017
septiembre 13, 2017
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El valle poblado de jorobadas vides, que proyectan sus ramas, cual
manos ofreciendo, dorados, negros, rosados racimos de uvas. Sabores diferentes, néctares de
dioses, dulzores de uvas para los mas refinados paladares, que se disputan la
exquisitez , las del fundo Yaravico con las del fundo Locumbilla. Últimos días
del mes de Mayo y primeros de Abril. Tiempo de vendimia, calderos de cobre y
estaño, pailas, peroles, cazos, odres sedientos. Prensas , lagares dispuestos a
llorar mosto. Uvas listas para someterse a la sangría, de la que solo quedarán
escuálidos escobajos y calaverinos hollejos. Los capachos (especie de serones
forrados en cuero) hermanos gemelos en
los lomos de los burros, mulas, con sus bocas abiertas para recibir la cosecha.
Vivencias que se escapan por entre los dedos del tiempo. Tiempos de bonanza,
que partieron con gloria dejando un suspiro que se nutrió de boca en boca. Don
Felipe Estrada hombre bondadoso de mucha fe, viñatero , excelente bodeguero,
trabajador constante, siempre presto a regalar una sonrisa que asomaba bajo sus
rubios bigotes, la entregaba con una mirada, penetrante, profunda, sincera, de sus ojos azules. De estatura
regular, músculos fuertes y duros como las ramas de los enormes molles que
desinteresados, regalaban su sombra a parte del corredor de la bodega del fundo
Yaravico de quien era dueño.
! Hoy comenzaremos la vendimia ! - Sonó su voz grave y fuerte.
Sincrónicamente levanto el brazo derecho, velludo dorado como las uvas, por el
sol eterno del valle, señaló la viña y termino
diciendo:
- ¡ Que sea buena cosecha para todos! - Españoles eran pocos, más mestizos indios y
esclavos negros, allá reunidos.
Conversando, silbando y protestando y
cantando. En el fundo Locumbilla, también‚ todos estaban en el mismo que
hacer. Contrastando con la nobleza, honestidad y bondad, como la noche del día,
vivía, relajada, placentera y opíparamente Doña Rosenda Sepúlveda viuda de Aragón, gorda
mujer de cobriza tez, timbre ronco en su voz, la que parecía acompañarse de un
eco, nacida de una boca grande, labios gruesos. Criticona, maliciosa lengua,
pequeña cara para enorme boca. Expreso doña Rosenda
- ¡ Sigan cosechando para que sigan pisando uvas! -¡ metan en las prensas las otras que
vienen de la viña chica! - En ese
momento se tomaba su ancha falda de color zanahoria, que pegada sobre su
prominente vientre y protuberantes nalgas parecía un enorme tronco vestido. El
mayordomo, misterioso hombre, de huidiza mirada, que días atrás llegó y fue
contratado para dirigir la cosecha. ¿ De donde venía?. Nadie lo sabia. Pero los
rumores decían que tenía poderes sobrenaturales, algunos decían que podía transformar
las cosas Escuchaba el comentario de la
dueña.
- ¡ Tengo la mejor cosecha de mi vida, alisten todos los odres
peroles para recibir el mosto! El sexto día de cosecha transcurría caluroso,
soleado. Como la mayoría de los del valle. Don Felipe Estrada hijo de España,
heredero del fundo Yaravico, la cosecha terminó.
- ¡ La señora Rosenda de Sepúlveda, la viuda, nos ha invitado !-
Dijo refiriéndose‚endose a paisanos suyos y algunos mestizos
- Hoy harán una fiesta
porque llegan sus hijas. Tu también‚ Cutino .-
Se refirió a un indio anciano que era de su confianza. En caballos unos,
en mulas otros, como cuentas de rosario hacia el fundo de Locumbilla. Estando
ya frente a la bodega se apreciaban las paredes de adobes, altos mojinetes con
techo de cañas con torta de barro ,las ventanas de ellos eran bocas sonrientes,
de las tres largas construcciones. El alero del corredor cubría con su tul de
sombra a los bancos y tarimas que había al rededor de una larga mesa. ,Dos
ventanas de hierro forjado dejaban ver el interior de la bodega, estaban
abrazados por una enredadera de flores negruzcas. La obesa señora al verlos
dijo:
-! Adelante don Felipe !
Estoy contenta con la cosecha ya tengo todos los peroles y odres llenos de
mosto y todavía tengo muchas uvas para pisar. Dos jóvenes mujeres llegaron en
briosos y bien aparejados caballos. Eran sus hijas, con idénticas facciones que la madre. El sol
pintaba el poniente con acuarelas multicolores, dejando sus últimas pinceladas
en la ladera, donde bien ubicada estaba la bodega. Hombres agotados, ante el
trabajo, rendidos, sudorosos, sedientos y hambrientos por la mezquindad de la
dueña, pies casi sangrantes de tanto pisar uvas en los lagares. Se rendían las
acémilas‚ respingando ante la carga de uvas en los capachos de sus lomos.
El mayordomo expreso ante la dueña:
-¡No hay en que llenar el mosto señora! -Ambiciosamente contestó
ésta.
- ¡ Que sigan pisando uvas hasta que el mosto llegue, hasta donde
estoy bailando con mis hijas. ! JA ! !Ja! !Ja -
Reía embriagada no por el vino sino por la avaricia.
- ¡ No insulte usted a Dios y a la naturaleza! - Dijo el mayordomo
.
- ¡ Perro sarnoso ! ¡ Atrevido ! ¡ contradecirme a mí ! !Te ordeno que sigan pisando y prensando
las uvas ! -El mayordomo, en rayos torno su mirada, arrugó el ceño como
enfurecido can, sus labios se movieron tan lentos que parecían grabar las
palabras con un frío acento que estremecía, y se proyectaron en el aire como
martillos.
-¡ Por glotona ambiciosa por mezquina y perversa por
malvada vas a morir y después‚ de tu gloria; sola, abandonada y
sedienta, un hueco, será tu alma y tu
cuerpo, tanto que te gusta el vino ,tu vientre se secara !!! -
Doña Rosenda enfurecida : -
¡¡ Fuera de mi vista !! ¡¡Apártate antes que te mande a azotar!!! ¡¡¡ Maldito ! -El mayordomo salió. Continuo doña Rosenda :
- La jarana no tiene porque morir. - Una curvilínea guitarra con
acordes coquetones comenzó a alegrar la fiesta. En los lagares de la bodega,
los indios los esclavos, seguían en su agotadora faena. El mosto comenzó a
escurrirse hacia el suelo como un pequeño charco que crecía hacia el corredor,
donde discurría la fiesta. Se mezclaba con el orujo y el escobajo depositado en
un rincón del corredor. Dormidos en las prensas y lagares, quedaron los que
laboraban adentro. Afuera borrachos por el vino, agotados de tanto bailar, por
doquier en el amplio corredor quedaron los invitados, unos estirados en los
bancos, apoyados en la mesa otros, hasta don Felipe cayo seducido por Baco en
sus brazos . A doña Rosenda y a sus hijas, una atracción misteriosa las condujo
al rincón del comedor, donde el orujo escobajo y mosto ablandaron el suelo
.Comenzaron a bailar frenéticamente‚ dando tantas vueltas sobre sí mismas, cual
remolinos humanos. Paulatinamente, comenzaron a hundirse, primero los pies ,
luego las piernas El silencio invadió a la noche y a las mujeres. Se hundían muy lentamente ya hasta los muslos.
La noche extendió su negra mano más y más, hasta las estrellas cayeron en el saco
obscuro de esas horas. El frío de la noche se detuvo congelando de miedo a
todas las criaturas del lugar. Lentamente, desaparecieron sus cuerpos, sus
pechos y luego sus cabezas en la tierra, el silencio se eternizó .Las horas se
cayeron en el otoño diario del árbol del
tiempo y una de ellas trajo aullidos lastimeros de perros ,que hicieron
retornar a la existencia aquel lugar.
Las caricias del joven sol de la mañana, hizo tomar conciencia otra vez a las
criaturas diurnas. Primero el cantante y guitarrero, luego los demás hasta que
la luz estimuló las retinas de don Felipe Estrada. El indio Cutino ajado por
los años, aporreado por las horas del trasnochar, gritó asustado
-- ¡¡¡Vení acá papacho!!!-
En el rincón del corredor, todos se quedaron presos del asombro ,al contemplar
tres enormes recipientes de gran boca ,color cobrizo ,panzones huecos a los que
se le escurría un chorrito de mosto mezclado con barro.
-¡¿ Dónde esta doña Rosenda y sus hijas ?! - ¡¿ Dónde esta el
mayordomo ?! - Nadie dio razón de ellos .Todos los allá presentes ,se retiraron
pensativos. Este acontecimiento se trasmitió de generación a generación en
diferentes versiones y dicen que desde aquel día aparecieron y se usaron para
guardar el vino ,las tinajas en el valle de Moquegua.
La maldición del mayordomo como una inalterable profecía se
cumplió. Hoy las tinajas, sedientas y abandonadas, son solo escritura de
arcilla; escrita en las tumbas de bodegas esqueléticas, que nos recuerdan
tiempos de esplendor y prosperidad, hoy
quedan algunas en el valle de Moquegua.
miércoles, 6 de septiembre de 2017
septiembre 06, 2017
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2 Molles y
vilca
“Loma Quemada” fundo en el “Alto de la Villa” encuadrados por
paredes de piedra y barro, molles, sauces e higueras, los terrenos, que eran
cuidadosamente cultivados por don Ricardo Chaparro casado con doña Manuela
Nogal, mujer noble y sencilla, de pecho pletórico, de bondad y amor. La casa
recostada en el camino, de terrosas paredes, como visera una ramada de cañas
daba morada a la naciente familia. El guardián un esquelético perro, se
sostenía en hambre y pulgas. A doña Manuela Nogal se le cayó la vida en el pozo
negro de la muerte, al nacer su primer hijo, dejando a su Ricardo acompañado de
un pedacito de carne palpitante, su hijo, enorme dolor y un vacío espiritual de
penas. A su primogénito lo llamó Abel. El duelo negra ave depresiva cruzó
rápidamente el cielo nublado de Ricardo y se perdió en el horizonte de
esperanza al conocer a Gumercinda Salvatierra. A Abel padre y madrastra lo
criaron bajo el fantasma de la amenaza, el verdugo del látigo, el dolor de las
privaciones y el grillete del hambre, Cada travesura de inocente niño estaba
sentenciado por el código cruel de la madrastra. Así vivió 11 años entre
zurras, hambre, privaciones y pobreza. Abel de naturaleza recia y rebelde como
las plantas de yaros que crecían en la quebrada resistía impávido
momentáneamente. El sol lanzaba sus rayos candentes dorando el valle, en esos
días de quietud y estío de Moquegua. Abel con su fiel compañero siempre el
hambre, salió a buscar alimento con una honda en la mano y desdichas en los
bolsillos, se fue a casar torcacitas, entre las rubias y ondeantes cabelleras de
trigales, como trofeo de caza obtuvo cinco torcacitas. Con palos secos de
molle, melancolía y necesidad atizó el improvisado fogón, donde en una lata
asaba las torcazas, las avecillas asadas eran manjar y banquete cuyo sabor solo
le duró unos instantes, pues una traviesa chispa haciéndole una mala jugada a
Abel saltó hacia la rubia paja de trigo y se produjo un incendio, Abel
desesperadamente trató de apagar el fuego, pero fue en vano su esfuerzo. Se
apoderó de su ser la angustia y el llanto nubló sus ojos. Su mente de niño se
iluminó con la idea de fugarse, corrió hacia la casa, cogió una talega donde
puso unos destartalados zapatos, un tacho de hojalata para agua, unos
pantalones rotos y dos monedas de plata de nueve décimos de su padre que ahorró
y escondía enterrados en la pata de la cama. Con la talega al hombro, llena de
harapos y nostálgicos recuerdos y temores, le pesaba más, aumentaba la carga al
pesar de su alma, así partió acompañado por sentimientos, esperanzas, ilusiones
e incertidumbres. Con pasos dubitativos llegó a las vías del tren al verlas
dijo para sí: “por acá llegaré a Ilo”. La noche bruja de negro vestido
salpicado de lentejuelas de estrellas, botones de luceros, le trajo de regalo
miedo y frío, pero Abel aferrado a sus pies prosiguió su caminata. Sin saber
cuando ni donde, el sueño lo abrigó con sus manos de descanso. El trinar de los
pájaros, la brisa con su llanto el rocío de alborada lo acariciaron
despertándolo al final del valle de Moquegua en el fundo de “El Pacay”. Llenó el tacho con agua,
emprendió otra vez su rumbo entre durmiente y durmiente, había trancos, había
distancia que crecía como su destino sin Norte. Contaba primero los durmientes
pero eran tantos que en “Laderas” le parecían infinitos. El sol caldeaba la
cabeza de Abel al medio día, encendiendo el fuego de ideas pesimistas,
llevándolo al borde del delirio, pero se fue apagando al ver de lejos la
estación de Hospicio, lugar de encuentro de los trenes y de aprovisionamiento
de agua para el caldero. Llegó a la estación, construcción de madera con techo
de calamina, una oficina y un salón de pasajeros, un telégrafo vocero del acontecer ferroviario, Allá descansó y se
aprovisionó de agua. Prosiguió con más vigor su marcha. El sol se cayó del
cielo en el poniente por las lomas de Ilo, allá durmió enterrándose en la
arena, la que fue su granítica frazada, almohada y Ángel de la Guarda, aunque
para su frío interior no tuvo cobijas durante el resto de su vida. Un olor
diferente lo despertó aquel día el olor a mar. La mañana joven lo vio en la
entrada de Ilo, hora de gran actividad portuaria. Los pies lo llevaban apenas,
doloridos por las ampollas, pero se olvidó de todo al contemplar la
inmensidad del océano. El pueblo
recorrido por calles recostadas en la orilla del mar con casas de madera con
techos de calamina con miradores exteriores. Se dirigió hacia el muelle donde
de cerca vio las olas acariciar la playa y el ruido del mar le parecía que le
hablaba adivinándole su futuro. La espuma de las olas le dijo de lo efímera y hermosa
que puede ser la vida. La arena fiel y fresca de la playa recién maquillada al
sol, cuantas conchas misteriosas que se daban la mano con las algas. Peñas
erguidas, morenos senos con pezones blancos acariciados por las olas y arañados
por aves marinas y allá en el horizonte el manto infinito verde del océano,
Pájaros marinos trazos voladores en el limpio cielo dibujaban invisibles
letras. Tal vez averiguan su suerte. Abel al contemplar la glorieta pensó en
una sombrilla de las grandes señoras colgada al sol, con tela estampada con
vuelos de alcatraces y gaviotas. Los
pasamanos suspendidos por rayos del sol
de la tarde. La escalera, el brazo de la glorieta que tanteaba la temperatura
del agua. Allí Abel permaneció exhorto. Descabalgó de sus ilusiones cuando el
estómago le habló con dolor pidiendo comida. En la playa cercana vio un grupo
de gente. Fue hacia ellos. Eran pescadores remendando redes. Un pescador
llamado Gilberto le dijo:
-¿De donde vienes?- ¿ nunca te he visto por acá?
- Ahorita nomás he llegado de Moquegua ¿Le puedo ayudar? Tengo
mucha hambre.
- Ven te enseño a remendar las redes trabajas y tendrás comida. - Los
días pasaron. Abel aprendió. El trabajo que le dio comida. Siempre contemplaba
las olas, le parecían gigantes lenguas que lamían el helado de la playa. Un día
hubo más bullicio que de costumbre. En mar adentro vio un enorme barco. Era una
pequeña ciudad con chimenea. Abel pregunta a Gilberto:
- ¿A donde va ese barco?
- Va a Iquique, al Sur, dicen que allá hay plata en las minas de
salitre.
- Quisiera irme para allá.
-Muchacho palomilla, si me prometes no decir nada a nadie te ayudo.
- A nadie le contaré nada don Gilberto.
- Esta noche tiene que ser, mañana zarpa el barco.- En la noche el
chapoteo de los remos se confundía con el oleaje, pescador y muchacho vieron
danzar los escasos brillos de la luz en el agua al compás de las olas, las
sombras extendieron sus brazos para ocultarlos.
Sigilosamente Abel abordó el barco. Al día siguiente un grito:
-¡Polizonte a bordo! - Lo despertó cuando era bruscamente levantado
de un brazo por un marinero. Abel asustado miró a su alrededor y solo vio una
alfombra verde del océano. El capitán del barco dijo:
- Lleven a este pilluelo que ayude a
echar carbón a la caldera, lo entregaremos a las autoridades de Iquique. -
Melquiades el maquinista lo vio con ojos de piedad. Abel la devolvió con otra
implorante de ojos pardos. Expresó Melquiades:
- No te preocupes yo te voy
a ayudar. El ruido de la cadena del ancla sonó con un ruido ensordecedor en las costas de
Iquique. Melquiades se dirigió al muchacho
- Hoy vendrá un tal Joaquín, el te llevará a tierra tu tienes que
obedecerle en todo sino lo haces la pagarás caro. - Así llegó Abel a trabajar
en las minas salitreras. Lo que ganaba tenía que entregarle a Joaquín. Así
vivió con otra talega esta vez llena de pesares sinsabores y amarguras. El
tiempo se le detuvo. El amor a su patria crecía abonado por aquel duro salitre,
también se inyectó el recuerdo a su terruño que se convirtió en patriotismo peruano.
Llegó arañando los años por la ladera de la vida al los 19. Adquirió la forma
de hablar Chilena, pero su sangre roja y su alma blanca pertenecían al Perú.
Lo reclutaron los militares chilenos para servir al ejército de
Chile. Trasladado a Arica, de acá a Tacna al cuartel Rancagua. Después del
corte de pelo a coco y del rigor de los meses de recluta, pues para Abel fueron
peores, siendo indocumentado sospechaban que era peruano. Como soldado vio y
vivió las hostilidades que le ejército chileno hacía a sus compatriotas
peruanos. Matar reses de propiedad de los peruanos para la tropa, cosechar sin
pagar, saquear mercadería con el pretexto de alimentar a la tropa y violar
mujeres sin que puedan a nadie reclamar, matar y maltratar a los habitantes de
Tacna, finalidad aburrirlos para que dejen Tacna o que opten por la
nacionalidad chilena. Abel impotente mordía injusticias. Un día salió en misión
hacia una hacienda de Pocollay y vio bajo una vilca una joven alta vestida con
larga falda blanca y blusa celeste su pelo negro pintaba más su hermoso rostro,
en el cual brillaba una sonrisa, la que se apagó al ser descubierta. Trató de
huir pero Abel le dijo:
- No se asuste señorita no le haré ningún daño - Al aproximarse
pudo ver el rubor de sus mejillas de su piel hermosa y suave como el musgo del borde
del arroyo donde crecía una vilca, negras mariposas de noche eran sus ojos.
- Me llamo Abel ¿Usted como se llama?.
- Mi nombre es Alejandra pero no quiero hablar con soldados
chilenos.
- Yo llevo uniforme de chileno pero soy peruano nacido en Moquegua.
Así saltó la chispa de la
amistad luego fue romance. Días van días vienen y no se detienen, hasta que uno
de ellos Abel salió con el cabo Rigoberto a una misión en Pocollay. Al estar
caminando vieron a Alejandra bajo las parras, Rigoberto dijo:
Vamos a arrastrar a esta chola peruana- Abel se opuso y se armó una
discusión entre soldado y cabo. Rigoberto exclamó:
- Tú eres otro cholo peruano
igual de cobarde que todos - Abel indignado sacó un cuchillo, el cabo su bayoneta.
Corrió primero luego lo encaró. Llegó Don Manuel el padre de Alejandra y vio la pelea, trató de
separarlos, también Ricardo un peón de la chacra de don Manuel. La pelea
continuaba Abel recibió un corte en un brazo el cabo una puñalada en la pierna
Gritos de Alejandra Tironeos de Ricardo Eran un ovillo de dos hombres en el
suelo Se levanta el cabo Rigoberto Abel queda tendido Rigoberto camina unos
pasos y cae sangrando por la boca y con el pecho ensangrentado Abel respira
jadeante . Alejandra petrificada Don
Manuel asustado Ricardo con los ojos desorbitados al fin alguien preguntó
- ¿Por qué pelearon? Abel respondió:
- Me insultaron a mí y a mi
patria.
Don Manuel expresó - mi hija
Alejandra me a contado de ti
- Abel tienes que huir pues
seguro que te matarán si regresas al ejército.
- Primero enterraré a este infeliz.
Nosotros te ayudaremos así entre todos llevaron el cuerpo del cabo
tras de una pared cavaron una fosa y allá los sepultaron
Abel agradeció a todos y prometió a Alejandra regresar algún día
por ella y emprendió el viaje a pie hacia Moquegua. De noche una sombra más en
la pampa de La Alianza, solo lo acompañaban las estrellas y le alentaban los
luceros. En cada paso que daba se quedaba el amor de su vida, e iba ganando
amor a su patria el Perú. Las siempre vivas de la pampa lo vieron pasar,
sigiloso y alerta. Llegó al valle de Sama. Atravesó el río y durmió entre unos
matorrales. Acicateado por tábanos y mosquitos prosiguió hasta llegar a Locumba,
donde juró ante el Cristo nunca olvidar a Alejandra. Una tarde llegó a
Moquegua. La Loma Quemada le pareció un sueño. Apenas su padre lo reconoció
pues la había creído muerto ya solo y sin el amor de su padre, se presentó al
batallón Húsares de Junín donde sirvió a su patria con mucho orgullo. Cuando
Tacna en heroica decisión regresó al suelo patrio, Abel regresó a Tacna, no
encontró a Alejandra ni su familia Nadie
le daba razón de ellos. Retornó a Moquegua solitario, derrotado, contrajo
matrimonio con una mujer muy parecida a Alejandra por la ley de la vida más que
por amor. Murió su esposa dejándole dos brotes de su marchito tronco. No volvió
a encontrar aquel amor que dejó bajo las vilcas de Tacna. Con la vejez a cuesta
quedaron sus hijos a la mitad de su vida. Se marchitó por falta de agua de
amor. Era un molle chueco más de las quebradas sedientas de Moquegua. La mirada
se le volaba hacia el sur. Arrastraba la vida
la muerte le pesaba cada día mas. Al morir por última vez abandonó la
pobreza de sus huesos y se llevó el tesoro de su alma. Una tarde fría vieron
pasar un ataúd de miseria, hecho con cajones de frutas cargado en un burro. La
tarde ayudó a cavar la fosa y fue la única que vistió de luto alguien hizo una
cruz de unos palos allí la plantaron. Dos palos nadie supo de donde salieron;
era uno de vilca el otro de molle. Así en comunión entre el destino vida y
muerte los unió con dos ramas en común en la cruz, la vilca de Tacna y el molle
de Loma Quemada de Moquegua.
domingo, 3 de septiembre de 2017
septiembre 03, 2017
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¡Tan!
¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! - Se va pintando la campiña con al tañido uno acá, otro allá,
en cada rincón un pincelazo sonoro. Viñas enanas, viejas señoras sentadas en la
ladera, una al lado de otras, escondiendo en sus faltriqueras de hojas, racimos
de dulces uvas negras, blancas, Rosa del Perú, quebranta, etc; cuentas de
rosario en rezo de sabor de la mañana. Verde paisaje impregnado de trinos de jilgueros,
arrullos de palomas. Culebras, quieto el angosto callejón con paredes de pirca,
marchan en fila las piedras tomadas de las manos con el barro callejón de la
cuchilla de Estuquiña en el se cayeron del bolsillo de la vida los rastros y
las huellas. Cinta liquida de plata cantarina la acequia en su caudal moribundo
circulaban palos raquíticos, ilusiones juveniles juegos y penas. El agua
conversaba con los helechos y gramas de amoríos inocentes, de alegres mozas.
Arroyo, balneario recreo en tiempo de Carnaval. Toda la edad, arteria nutricia
de toda la campiña. - ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! Golpe metálico de tañidos cabalga entre
huertas de toda la campiña. Dalia marchita por los años, el rostro de doña
Isabel se iluminó al salir de los pétalos de sus labios una voz suave y firme.
- ¡ La
campana del Abogado está sonando segura, ya entró el río! ¡Gracias a Dios ya
tenemos agua nueva¡ Sabino su hijo mayor dijo a sus hermanos:
-
¡Vamos a ver el Barroso está sonando fuerte!
- Refiriéndose al río. La ladera se le hizo pampa ante los pies
descalzos de Sabino y sus hermanos,
llegaron a la ribera del río que con los sauces es esquelética caja torácica
del cauce. El viejo ajado por la mano del tiempo, Timoteo parado a la orilla del
río exclamó,
- ¡Mes de enero, agua primero. Febrero loco,
agua un poco. Marzo tercero agua espero. ¡Abril agua mil! Era un caudal de
chocolate espumoso servido por las lluvias, las chilcas, cañas y sauces eran la
canela en aquel jarro.
-
¡Quién se habrá quedado en la otra banda está cargando piedra! Exclamó
Timoteo. - ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! La campana
con su metálico canto, alarma incesante, avisaba que el río había entrado.
Tañidos diarios que indicaban la hora para la peonada, cotidiano tañer y
repiqueteo grabó con escritura invisible de sonoras hondas el cerebro, arcilla
húmeda de Santiago. Le talló con martillazos de bronce una gran incógnita
¿Dónde estará la campana? ¿Quién la tocará? ¿Cómo sabrán para avisar? - ¡Tan!
¡Tan! ¡Tan! Otro día Doña Isabel dijo:
-
¡Llaman a reunión tenemos que ir a la escuela! La escuela única luz para la
ruta obscura de los retoños del pago, situada como cabeza al inicio del
callejón. Comenzó allá a llegar gente Primero un hombre con pies de adobes
rajados por el sol ardiente, su mirar de brisa matutina, rudo tal cual los
molles viejos de la quebrada. Otro con un zurriago, en el hombro recio como los
cerros. Una mujer seca con geográfica cara, hoja quebrada por el tiempo,
taciturna, llamada, Ciriaca. Cayeron cual frutos maduros de chirimoyas los
habitantes de la campiña. Alipio el Gobernador, robusto hombre de hablar
tranquilo, dijo:
-
¡Quieren hachar las matas de pacay por orden del Ministerio. Dicen que hay que
terminar con la plaga de la mosca de la fruta! Árida la anciana, le brotaron dos
puquios en los ojos y entre sollozos exclamó:
- ¡Qué me corten la cabeza primero. ! ¿Qué les
hacen los árboles? Siempre dan alguito para mis nietos aún que sea. Todos
dijeron:
- ¡No dejaremos que los corten!
Se
deshojaron los días de las ramas de 10 meses. Una tarde impregnó con voz de
bronce los senderos. Punto de reunión la escuela está vez, atraparon ladrones
de fruta en el fundo Los Velarde, pedían ayuda para llevarlos a Moquegua. Una
mañana la campana gritó frenéticamente, era para avisar que se querían llevar
la profesora de la escuela. Siempre las notas sonoras se quedaban escritas en
pentagramas de surcos, huertas y montes. A veces suaves cual susurros, otras
alaridos algunas implorantes socorros. Tañido cual suspiro de recuerdos se
quedó vagabundo en el valle. El pensamiento amanecido de Santiago se sorprendía
constantemente ante aquel lenguaje de bronco metal. Pasaban los días como el
agua de la acequia uno que llegó con espumas blancas, de visita, el padre de
Santiago dijo:
- ¡
Anda a comprar una cuartilla de vino a la bodega del Abogado para tomar con mi
compadre que ha llegado de Ilo! Callejón abajo, en orfandad de creencia, una
mano con su silbido y la otra con el porongo llegó Santiago hasta la tranquera
del fundo del Abogado
-
¡SEÑORAAAA! ¡SEÑORAAAA! La voz del chiquillo. Atentos guardianes, los perros
contestaron con ladridos, tras ellos una mujer de mediana estatura.
-
¡FUERAAA! ¡FUERAA! Pasa hijo ¿Qué quieres?
-. Dice
mi papá que le venda una cuartilla de vino. Caminó Santiago tras la señora de
tez blanca, Ahí estaba la bodega de cuerpo de adobes, aguda cabellera su
mojinete, sonrientes labios con dientes de hierro forjado las ventanas, los
brazos, cruzados el portón de tosca madera.
-
Espera acá hijo voy a traer la llave. Perdido en nube de ilusión el niño pensó
¿Donde estará la campana? Regresó la
mujer de cabellos de noche nublada, ojos de luna de mayo, sonrisa de estrellas,
vino con una enorme llave al darle vueltas protestó con chillidos soltando sus
manos. En el interior de la bodega hacia el lado izquierdo un gigante balde de
madera, la gran cuba, lugar donde pisaban las uvas, situado en alto donde
partía como larga asa un canal de piedras calizas por el cual se repartía el
mosto a las preñadas boconas tinajas. Ante esta visión Santiago quedó perplejo.
La
señora tomó en sus manos un tapón de pipa y comenzó a golpear las duelas de las
pipas, estas respondieron con diferentes tonos contestando al llamado,
borrachas pletóricas de vino se habían quedado dormidas unas al lado de otras.
Con una manguera, cual sanguijuela saco sangre etílica de las rechonchas
señoras.
¡Trae
tu porongo. No te doy vino eres muy chico para darte trago!. El porongo llenó
de vino. Santiago alargó la mano con un billete de cinco soles. - ¡Tengo que
darte vuelto ven conmigo!. El pequeño comprados tras la dueña, a la derecha
corrales de ovejas, chanchos, gallinas que en destartalado coro parecían cantar
todos hambrientos. Llegaron a un costado de un cobertizo que sus brazos era un
balcón largo de hierro y madera tendido contemplaba la ladera, el piso era de
pequeñas piedras blancas y negras formaban figuras de trébol y corazones,
cartas de casino de la bodega en el juego de la vida. En el centro una mesa,
señora de gruesos muslos con falda de hule, en su regazo aguardaban ser
almuerzo, repollos, choclos, racachas. En el ala derecha una puerta tallada
alargaba una alfombra de sombra obscura, a su lado ojo único con pestañas de
hierro forjado, cejas de enredaderas, un ventanal por el cual se podía ver en
su interior el dormitorio, una vitrola RCA Víctor sobre un mueble color caoba
acompañada por un moreno lamparín confidente de la familia. Santiago se asomó
al balcón en sus ojos relámpagos de sorpresa. Allá dos enormes recipientes
color plomizo, gigantes intestinos metálicos, culebras dormidas de latón. En la
parte baja de estas enormes teteras una boca de horno que tragaba leña de
molle, eran los alambiques estaban destilando. Escudriño con su mirada.
Santiago se preguntó ¿y la campana?. Sin querer llegó su mirada hacia el
extremo del alero. Allá pendiente de una luna arete de la casa, la campana del
Abogado. Era un sombrero de un gigante invisible quieta, indiferente, verde
obscura, una soga pendía del badajo tal enorme cola, que se movía con el viento
meciendo el tiempo, bocona, misteriosa, recia, fuerte. Las figuras en alto
relieve de su borde realzaban su nobleza. Su interior bruñido por los golpes
esperando retornar para decir algo. El viril badajo, gota péndula de rocío de
bronce en la campanilla enorme del alero. Pistilo golpeante. El fondo obscuro
de la campana brillante, envejecido por los golpes, conocedor de avisos y
comunicación. Era tal vez una palta, aguacate, era fruto metálico maduro de la
bodega cascabel de la campiña. Cencerro de caudillo.
-¡Toma
tu vuelto! Dijo la señora. Esas palabras hicieron volver de su fantasía al
comprador. Regresó con su porongo lleno de vino. La edad se le empozó a
Santiago y fue sordo al tañer de la campana que antes fue familiar, luego
compañía, después esperanza, luego ilusión. Las vides enfermaron gravemente,
agonizaban sin atención sin santos óleos, también la pollera de bronce,
murieron secas unas, la otra en el olvido. Se despidieron las viñas con sus
moños en alto arañando agua del cielo. La campana enmudeció se olvidó el
cantar, se quebró su voz una tarde que llegó lerda. A las pipas se les secó su
sangre de sino, se la cayeron las duelas, como al viejo los dientes, los
zunchos cual costillas de esqueletos. Las tinajas secaron su vientre con polvo
de olvido. El último tañido de la campana quedó chorreando notas metálicas en
el tiempo. Santiago hoy donde se encuentre seguro siente un ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!
Que llama a una reunión de recuerdos, para hacer una asamblea de sentimientos.
Tal vez hoy se pregunte ¿Cómo sabían tan rápido de los aconteceres del lugar?
Santiago no lo sabe. Sólo sabe que el tañer del alma anuncia que el río de la
vida se está secando y el labio invisible de la campana del abogado le pide un
beso vibrátil de despedida.
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